El lugar que hasta el viernes por la noche creía más seguro, para un hombre de 85 años se convirtió de buenas a primera en un infierno. De buenas a primera no: por culpa de tres delincuentes encapuchados que irrumpieron por la fuerza, lo ataron y torturaron para apropiarse de todo lo de valor.
Sucedió a las 23 de aquel día en 45 entre 1 y 2, cuando el jubilado miraba televisión en el comedor de su casa y tres hombres, delgados, altos, con pasamontañas y guantes negros, ganaron el control de la situación.
Según fuentes oficiales, uno de ellos lo abordó por detrás, le sujetó la cabeza con fuerza y le tapó la boca para impedirle pedir ayuda. En segundos, el dueño de la propiedad fue reducido y atado de pies y manos con cables, quedando indefenso e inmóvil, sentado en una silla.
Con una frialdad escalofriante, los asaltantes comenzaron a exigirle lo que no tenía: dólares. “¿Dónde están los dólares?”, le gritaban una y otra vez, mientras le revolvían cada rincón de la casa.
El jubilado, con el corazón latiendo a mil por hora, les repetía entre súplicas que no tenía ni un peso. Mucho menos moneda extranjera. Pero la desesperación de los delincuentes crecía al mismo ritmo que su violencia.
En uno de los cuartos hallaron un arma de fuego guardada en su estuche. Fue entonces cuando el tono del asalto cambió por completo: ya no eran simples ladrones, pasaron a ser depredadores.
Bajo la práctica de tortura conocida como “Submarino seco”, le colocaron una bolsa en la cabeza, lo asfixiaron con amenazas. “Si encontramos los dólares, te vamos a matar”, le advirtieron mientras la víctima trataba de no perder la consciencia.
Tras interminables minutos de angustia y sin hallar divisas, los agresores comenzaron a robar lo que tenían al alcance: botellas de bebidas alcohólicas (algunas casi vacías), el celular del jubilado -que lo obligaron a desbloquear- y las llaves de su Ford EcoSport, aunque al vehículo no se lo llevaron.
Antes de huir, cometieron un último acto de desprecio: abrieron la heladera, sacaron fiambres y comieron como si estuvieran en su propia casa, agudizando aún más la humillación hacia el damnificado.
La banda escapó por la puerta principal, cargando lo robado en una mochila. Ya solo, el jubilado logró soltarse. Los cables no estaban firmemente amarrados, y fue su instinto de supervivencia el que le permitió liberarse.
El ingreso a la vivienda se habría producido por un balcón trasero que da a una habitación del primer piso. Allí, en la penumbra, aprovecharon un descuido: la ausencia de rejas y la escasa iluminación facilitaron el acceso. Escalaron sin hacer ruido, forzaron una abertura sin necesidad de romperla y se infiltraron con sigilo dentro de la vivienda.
Los investigadores creen que los delincuentes permanecieron varios minutos en las inmediaciones antes de lanzarse al ataque.